Parece triste. O al menos preocupada. Está sentada en
la última mesa, la que roza con la puerta del baño. Tiene el pelo bonito, de un
color indefinido, diría que castaño, y recogido en una coleta algo despeinada.
Sus ojos bailan entre la pantalla del móvil y la entrada del local. Apenas va
maquillada, imagino que no lo necesita, es guapa, lo suficiente como para darse
cuenta al primer vistazo. Me gusta el pañuelo que lleva al cuello, creo distinguir
unas pequeñas calaveras dibujadas en la tela, ella mira el reloj, y no sonríe.
De repente alza los ojos, y no distingo su color, pero se quedan fijos, inmóviles,
mirando al frente. Sé que él ha entrado en la cafetería y ella parece que no
respira. Su espalda llega a la mesa, se besan en las mejillas, pero yo sé que
se conocen mucho más como para necesitar esos besos formales. Debe ser el público,
que hay gente, y sus besos de verdad no admiten miradas ajenas. A veces ni las
propias. Él se sienta dándome la espalda pero puedo ver sus manos. Se quita la
chaqueta y la mira. Y la vuelve a mirar. Y la quiere con sus ojos. Y le habla
sin voz, con silencio. Ella sonríe, de repente, y ríe con su boca y con sus
mejillas, ríe con las manos y con su cuello. Ya no recuerda su tristeza ni su preocupación.
Ya no recuerda que pensaba decirle que cuando él no está nada sirve. Que todo
es muy complicado, que los vacíos son tan grandes, que el tiempo tan corto, que
nada. Ya no va a decir nada. Porque él está allí y ya todo da igual.
Pago mi café y salgo del local. Pienso en el tiempo
que estarán allí sentados, sonriendo. Eso es la vida, eso es vivir, me digo. Entonces
yo también sonrío.